Bellas sandeces
Por Paola Camacho
SLa noche me gustan aún más que la mañana o la tarde. En ella encuentro espacio para el silencio y el ruido. (En convergencia) convirtiéndose en templo sagrado para súbitas acciones y ligeros secretos que se pierden en el porvenir matutino. A las personas se les ve en las calles a altas horas de la noche, en improvisados retratos de vestiduras humanas, en la puesta escénica de los semáforos: esquinas, avenidas, cafeterías y sin duda a través de un sinnúmero de ventanas que dan de cara al exterior, entreviendo los hogares de cientos de personas (hombres y mujeres, de corta, mediana y avanzada edad). Ubicados en mesas, muebles y pisos, rituales de pequeñas rutinas compartidas o en solitario, tienden a ser el cuarto el lugar más confortable de las casas y en ellas a su vez lo son, las camas y los almohadones, testigos mudos de sueños y miedos, en ciertas ocasiones de pasiones copulantes. En esos cómodos espacios surgen todas las mañanas y regresan todas las noches seres anónimos, unos a otros, conocidos unos a otros, hasta que se asignan los cupos de quienes componen nuestro micromundo. Lousonte es uno de esos seres, sin duda hace parte de la composición de mi mundo, abandonado, solitario y concurrido por recuerdos de sombras que me hablan y me cuentan al oído vestigios de sus vidas. -Te confieso que en el último año, he conocido tantas personas como había soñado, me encuentro en un tráfico de percepciones, opiniones, divergencias que finalmente influencian el ser íntimo y se vuelve una obligada variación, ambivalente de estados de contaminación y purificación. En los primeros meses el país me fue muy interesante, luego me parecía un grupo de condiciones corrientes para la vida humana en un espacio determinado.
- ¡Lo imagino!, debe ser maravilloso tener carta abierta a la historia, a través de unos cuantos hombres que permiten descifrar la vida cultural de un pedazo del mundo a partir de sus propias vidas
- ¡Claro! Las normas sociales son lo más fácil de captar en la cultura. - Pero yo no hablaba precisamente de ellas, sino de las pulsiones, las que realmente influyen en uno y en los otros.
-Mejor vamos a tomarnos un trago, me dijo Lousonte, con una leve sonrisa y una mirada profunda calada en mis ojos.
De camino al bar, por la larga avenida, me desprendí por un momento de la conversación para adentrarme y contemplar la extrañeza que me genera la composición de la existencia, el cómo la vida del mundo funciona en paralelo a una multitud de vidas que se encuentran para contársela como si fuera un gran misticismo o una invención literaria, nos es ajena, casi que irreal y es justamente por eso que nos gusta oírlas. ¿Qué es lo que hacen los otros con la vida, mientras mi vida no los ve? Ahí es donde solo queda escuchar, imaginar o creer. Todo lo que me dice Lousonte me parece una historia verdadera, pero no de un hecho puntual, porque mis ojos y demás sentidos no dan registro de tales detalles.
Entramos al primer bar que vimos por la acera, lo observamos a menos de 100 metros, ya casi que dentro de el. La puerta es un gran garaje de madera entre abierto, subimos unos pequeños escalones, y ya en el umbral observamos las luces del lugar que pintan muebles y paredes de un leve color de berenjena. Nos encontramos en una mirada cómplice y elegimos la mesa más distante de la puerta para retener el silencio al lado, Lousonte continuó hablando de sus experiencias, mientras me sentía al bordo del desconcierto por los baches. En un breve parpadear apareció frente a nosotros otro viejo amigo de las épocas que nos unieron. Allí estaba justo detrás de nuestra mesa, con una chaqueta de cuero café oscuro, Benjamín, con su cara de treinta años, dándose un abrazo que contenía el tiempo y lo liberaba en un mismo instante.
Me cubro la cabeza con un gorro de lana tejido gris y una chaqueta para resguardarme del frío. Dentro del autobús hay una cantidad de gente anciana, solo se cuentan tres teces no tan añejas. Busco una silla libre junto a la ventana, me deposito ahí, justo debajo de ella. Suben y suben más ancianos, todos lamiéndose los labios por la resequedad y pasándose las manos entre sus cabellos blancos ya hechos estropajos. Una mujer de cincuenta y cinco años aproximadamente se hace al lado, junto con sus carnes sobresalientes del asiento, acompañada de un olor suave, dulce y reconocible como el de una madre, rodó con toda su gente prehistórica, en la siguiente estación se sube un hombre mínimamente alto, de belleza simple, sin mayores rasgos sobresalientes, solo algo desaliñado en sus prendas. Paseó por el pasillo y para cuando todos dimos por sentado que ya habría de ocupar la última silla, aquel hombre simple se dispuso con un impulso brutal de regreso a las filas anteriores, para atacar a las pieles añejas y pedir sus pertenencias. La cólera, lo súbito del miedo empezó a emerger de los lugares ubicados estratégicamente en el espacio del bus, la multitud de murmullos y sollozos brotaron y se difuminaron en la superficie de latas que los encerraba. Así el bus rodó con más almas que cuerpos de la edad media.
Nada podría aliviar la hipotermia que atraviesa mi conciencia. Las calles están casi despobladas, como lo suelen estar en las horas más largas de la noche, voy despavorida de energía, mirando únicamente al suelo, perdida en las imágenes que recrean el brutal impacto de lo extraordinario en la corriente habitual de los días. En ocasiones también la acera de enfrente y me invade un deseo poderoso de huir del país, en realidad no es del país, sino del cuerpo. Partir.
Ahí están, otra vez, los mismos compañeros de siempre. Me habituó en la silla de los últimos años que ocupo desde las 8 de la mañana, los mismas cinco personas rodeando, Lucia con su misma inclinación ruidosa, que hace de su voz, el eco más memorable de las paredes de la oficina. José con su solemnidad apaciente, sirviéndose un café exprés con suma delicadeza, para no tener tan siquiera escucharse a él mismo. Patricio en cambio parado en la puerta de la oficina, jugando con las llaves de su auto, girándolas con los dedos, queriendo escucharse en el aire. A este hombre lo sujeta una sombra de tristeza enmascarada de buena actitud y carisma hacia el trabajo, como a tantas personas, sujetadas por las ambiciones, que no son más que esperanzas amarradas con una cuerda al vientre, para que en tal caso de descenso, la muerte no sea la más certera.
Las mañanas (Hablamos el otro día de las noches), pero justo ahora apareció fue la mañana, con nuevos aires, y nuevos números constatados en el calendario del mundo. Lousonte pregunto antes de despedirse en el bar -¿qué tan extraño me sientes después de estos años? con una mueca en los labios tan maliciosa como lo era su risa preadolescente. Los recuerdos son esas huellas del tiempo trazadas como en un viaje de marcopolo por puntos cartográficos dibujados en la piel, que van reconstruyendo los pasos de una vida, escrita con certeza, azar y desconsuelo. Mientras me encuentro cerrando los ojos, en una pequeña cosmovisión, percibo al carro estacionándose frente a mí, abro la puerta de atrás del viejo carro y me siento atraída por el vidrio de la puerta que me muestra algo asombroso, es la primera vez que lo noto, las gotas de lluvia se refractan en el vidrio, se reflejan sobre el mueble gracias a luz de la calle, de igual forma que en el cristal, las gotas estallaban sobre el mueble, como amebas insertándose dentro y fuera de él. No puedo evitar recordar a Eloísa con sus comentarios de física.
03 de agosto 2014