Por Alejandro Camelo
Ni las iglesias ni ningún tipo de lugar dedicado al culto están entre mis preferidos. Todo por la convicción de vida, poder vivir haciendo las cosas bien, sin excusa o ayuda de una religión, y en ese mismo proceso he aprendido a ver todo tipo de actos religiosos de otras personas, que aunque no los comparto, sí los respeto y los veo como procesos culturales propios de cada lugar en este mundo.
Y cómo no permitirse apreciar la Catedral de Sal en Zipaquirá, Cundinamarca, una joya de la arquitectura moderna y maravilla colombiana, de ese mármol y de esa sal que trae a miles de personas a introducirse en las fases de la tierra para maravillarse con su belleza.
Pero tampoco es inevitable sentirse medio hombre de las cavernas, medio minero, medio enterrado… Empezar a descender a las bruces de la tierra por un corredor de aproximadamente tres metros de ancho y dos de alto, miles de toneladas de tierra con sal, luces de todos los colores, esas mismas luces que hacen la diferencia entre este espectácular lugar y un montón de piedras, mármol y piedras moldeadas por algún obsesionado con la religión católica.
Vienen los socavones, esos profundos lotes que resultaron de la extracción de las riquezas de la tierra y que ahora hacen parte de algunas de las doce estaciones de Jesucristo representadas ahora bajo tierra. Cada una tiene su significado, su artista creador y su historia medio rebuscada para que empate con lo que se quiere mostrar; religión se respira en el aire, pero debajo de la tierra lo único que viene a salvar la situación es la luz, de otra forma solo seríamos topos en visita de algunas madrigueras.
Y como hombre de las cavernas nos vislumbramos ante el brillo, el fuego y esa luz, esa luz tan bonita, tan brillante, y lo expresamos tomando miles de fotos para el facebook y poder presumir de haber estado ahí. Posan en una y otra y otra estación, la música está presente y es el canto de los ángeles que se esconden en lo brillante del azul, del blanco, del rojo y del verde de las luces.
Todo es como un gran hormiguero, con cientos de corredores y pasadizos; entradas y salidas que van de aquí a allá, mientras entran, salen y se mueven, trabajan las hormigas humanas dentro suyo. Como manada seguimos el recorrido hasta un gran balcón donde se puede ver majestuosa y grande a la reina de este lugar, una imponente cruz que ilumina la sala principal de la Catedral de Sal.
Cuenta la guía que muchos se han casado allí, pero siendo sinceros, ¿a quién rayos se le ocurre casarse con tanta sal ya por encima?, debe ser un mal augurio, un deslumbrante pero ya enterrado matrimonio, me imagino que los síntomas del día del matrimonio se deben sumar al estar tan debajo de la superficie, no ha de faltar al o a la que le dio la pálida por allá abajo.
Continuamos descendiendo bajo la mirada vigilante de un ángel de mármol a nuestro recorrido, y ahora desafiante y curiosamente nos piden escoger entre tres caminos para continuar: El cielo, el limbo o el infierno, y nos dicen que abajo, luego de haber tomado nuestra libre decisión y atravesado alguno de los caminos sabríamos cuál habría sido nuestra elección. Resulta que escogí el infierno, ¡vaya que la religión y yo vamos por rumbos diferentes!
Ya abajo, ahí donde los bailarines de ese programa concurso danzaron al ritmo del Waka waka, mientras la presentadora descendía del techo, en donde ahora algunos rezan y otros seguimos tomando fotografías al pesebre gigante, a las luces reflejadas en sus paredes, a la piedra, a la piedrita y al piedrón, a la torta de mármol con la escultura de Miguel Ángel en la cual los índices se tocan y que por debajo bota un resplandor.
Ahora el mall de comidas, un mini centro comercial a más de 180 metros bajo tierra, con todo tipo de artículos en oro, mármol, sal y piedra y yo me conformo con unas palomitas de maíz para visitar “El show de las luces”; una gran pantalla en el techo por la que transcurren gran cantidad de imágenes alusivas a la colombianidad, pero, ¡qué incómodo sentarse aproximadamente por quince minutos en una silla Rimax, a mirar para arriba para luego terminar con dolor de cuello y un montón de palomitas que no alcanzaron a llegar a la boca y ahora están en mi regazo!
Y bueno, ya habiendo observado tan agradable iluminación, con el sabor de la sal de sus paredes en la boca, ha llegado el momento de dejar al hombre de las cavernas para salir y seguir evolucionando; y terminado el recorrido de esta maravilla arquitectónica, no queda sino esperar un pronto regreso. Ahora es el momento de recorrer Zipaquirá en un mini tren, pero eso ya es otra historia.
Religión y sal
Octubre 9, 2013



