Por Alejandro Camelo
@sr_teoracto
Para muchas personas un 13 de noviembre es un día normal, donde el viento sopla igual, el sol brilla igual y sus vidas siguen normales y tranquilas. Para mí de niño, y por qué no decirlo, en ocasiones ahora ya de grande, esa noche de noviembre está llena de miedo y de las imágenes que los demás ven en los noticieros sobre la catástrofe de Armero, se vuelven recurrentes a la espera de que tal vez se repita y esta vez mi pueblo, el Líbano Tolima, no tenga la misma suerte que tuvo hace ya casi 28 años.
Antes de avanzar en mi relato, es necesario saber que el Líbano es un municipio, que junto con Murillo, era lo que según los Armeritas impedía que una posible avalancha llegara hasta ellos, o por lo menos sin acabar antes con los dos municipios nombrados.
Pocas veces he visitado las ruinas de Armero, pero sí muchas me he limitado a pasar en automóvil y ver los vestigios de lo que fue el hospital, ferreterías y otras construcciones que ahora se muestran silenciosas, demostrando el poder de la naturaleza y lo frágiles que somos frente a ella. Ahora me dispongo a recorrerla, pero esta vez con la mirada periodística que he adquirido a lo largo de mi carrera, con la responsabilidad de recoger entrevistas y testimonios de esos que allí abundan, en especial por la época de su conmemoración.
Con sólo poner un pie en Armero y lo que fue el segundo municipio más importante de Tolima, después de Ibagué, no pude dejar de pensar en todos los cuerpos que están hasta la desintegración de sus huesos, pero el calor fue más, se metió en mis pensamientos y en mi cuerpo; mi aliento fue robado por la médium que en cualquier momento empezaría a relatar todo lo que allí sucedió.
Avanzamos por lo que fueron sus calles, su mercado y su comercio; caminamos por los campos limpios como si allí nunca hubiera estado aquel municipio. Ahora son ruinas, escombros y los miles de turistas no dolientes que vienen a conocer el cementerio más grande del mundo. No hay nada, todo es monte y sonidos salvajes. Se levanta un brazo y la mujer nos indica en dónde quedaba cada lugar, baja el brazo, se recoge en su cuerpo. Nadie está cerca de nosotros más que el aroma de un antiguo cementerio. La mujer siente miradas y frío en su cuerpo, aunque el calor sea inclemente. Nos pide que avancemos en silencio, tal vez por miedo o perplejidad continuamos sin chistar palabra alguna; mientras la mujer contaba de aquella vez en la que, según ella, los espíritus la hicieron regresar y no pudo llegar a las ruinas del parque principal de aquella antigua zona algodonera.
Ahora el destino son las ruinas del hospital, cuyo primer piso se encuentra bajo lodo, piedras y todo lo que pudo arrastrar la erupción del Nevado del Ruiz la noche de la catástrofe. Entramos. No fue fácil sentirse rodeado de restos de muerte, que ahora reposan bajo la mierda de los murciélagos que habitan allí. Es oscuro, pero se alcanza a visibilizar un corredor largo y espeluznante, al mejor estilo de las películas de terror, avanzamos con la mirada hacia el suelo y pensando en evitar que algún murciélago choque con nuestras cabezas. Levanto la mirada y allí estaba la sala materno infantil, en donde 7 enanitos y una blanca nieves descoloridos y cagados aún logran sobrevivir, de manera que mi imaginación me hace pensar en los bebés que pudieron estar allí aquella noche. Huimos de la pesadez energética del lugar.
Ya afuera, entre la selva algo espesa, se ve el mar de cruces bañadas en lágrimas. Hace calor y vamos de camino al parque principal nuevamente, esta vez a la cruz que besó Juan Pablo II, y no puedo evitar recordar al tío que con su sombrilla cubrió la cabeza de aquel hombre que de rodillas rezaba pidiéndole a Dios por todas esas almas que ya no estaban. Ahora, allí también, la naturaleza ha reclamado su espacio e imponentes arboles dan algo de sombra. Todos los que visitan lo que quedó de su pueblo hablan, se escuchan llantos y hay reencuentros de cada 13 de noviembre para unirse en un solo abrazo. Todos cuentan sus anécdotas de cómo heróicamente lograron sobrevivir aquel día de 1985.
Ha llegado la hora de almorzar, pero se siente la misma sensación que consumir alimentos en un cementerio, cada bichito que allí habita hace que uno se pregunte dónde pudieron haber estado antes esas diminutas patas, haciendo un poco menos digerible el alimento, pero me veo obligado a comer para tener fuerzas y poder continuar el recorrido, que esta vez iba dirigido a la niña símbolo de la tragedia.
Una grandísima tumba, llena de placas de agradecimientos, manillas, gafas, gorras, muñecas y sirios; es el lugar donde por tres días una niña le dio la pelea a la muerte, con la que luchó por tres días hasta agotar sus energías, para morir en el que ahora es su descanso eterno. Omaira descansa, pero la economía se activa en la época. Todos los vendedores tienen el DVD de la niña en el momento en el que, ella se despide de su madre por medio de una cadena televisiva española.
Se escuchan todo tipo de frases como “La niña del hueco” o personas recitando la frase que Omaira repitió hasta morir, esa oración del “Angel de la guarda” que la acompañaba mientras esperaba la motobomba para sacar el agua a su alrededor, para que pudieran amputarle las piernas, aprisionadas por el lodo y una pared de concreto, sin olvidar el cadáver de su abuela que bajo dicha pared nunca la soltó.
Yo contaba a cientos de personas, pero la médium contaba a miles, ella adhería a todos esos tras la tumba de Omaira esperando ser escuchados y atraídos por la energía, y concluyo, por qué no, también buscando ser escuchados como esta niña a la que se le atribuyen milagros, pero que no la dejan descansar en paz.
Todos estamos cansados, horrorizados y llenos de esa mala energía que allí se siente; mientras caminamos a la salida hablamos de lo bajo que hemos caído como seres humanos, al vivir de la muerte de otros, glorificar y santificar por el bien de la economía. Pero qué le vamos a hacer, somos colombianos y a todo le sacamos negocio.
Dicen que cada día los armeritas se levantan repitiendo ese 13 de noviembre, saliendo a trabajar, recogiendo sus cultivos de algodón, limpiando los tejados de la ceniza que cae, esperando la llegada del ferrocarril y preocupados por la inminente avalancha que jamás iba a ocurrir; hasta la llegada de aquel sonido bestial que convirtió a Armero en un mar de lodo, rocas y azufre.
Nos retiramos esperando no regresar hasta estar preparados para una nueva visita y teniendo como enseñanza para siempre, que la naturaleza es la dueña, la que manda y nosotros sólo somos los huéspedes en su superficie.
Una mar de cruces y
lágrimas




Septiembre 18, 2013