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El pescador de mi tierra

 

Por Jefferson Rodríguez

@ANDRESCAIMAN

Ya hace casi dos meses que emprendí esta aventura por el Magdalena Centro con el objetivo de realizar la pasantía que me dará el título de Comunicador Social – Periodista.  Como estudiante,  uno cree que ese es el objetivo fundamental de esta experiencia de seis meses, pero luego se da cuenta que esto es mucho más que un simple ejercicio académico. Detrás de esta vivencia hay un aprendizaje socio-cultural, un acercamiento a los problemas sociales del país, una oportunidad de incidir en el desarrollo y visibilización de las comunidades, una oportunidad de intercambiar conocimientos, de aprender de gente sencilla y de gente letrada, es incluso una oportunidad de conocerse a uno mismo en condiciones extremas de calor y humedad.

 

Uno de los trabajos que en la ONG estamos realizando para el Ministerio de Cultura en su Plan de Salvaguarda del Patrimonio Cultural e Inmaterial es un documental sobre los pescadores artesanales de Puerto Salgar,  y es de ellos de quien quiero hablarles.

 

Al llegar a Puerto Salgar, una pequeña población a orillas del grandioso río Magdalena, se puede sentir el calor y la humedad propia de esta región del país. La gente camina por ahí con vestimenta calentana, su piel dorada los protege del sol inclemente y no necesitan llevar gafas de sol para mantener la mirada amable. Por estas tierras la música suena fuerte todos los días de la semana, no importa que sea lunes, miércoles o viernes santo; los ritmos predilectos son el vallenato, la champeta, la bachata y mucho, pero mucho reguetón. Es por eso que se hace difícil identificar las manifestaciones culturales del lugar, ya que todo parece una amalgama de tradiciones de muchas regiones. En esa identificación también estamos trabajando.

 

Nos desplazamos al pequeño caserío donde habitan la mayoría de pescadores. Allí, unas humildes viviendas de madera y techo de zinc conforman un acogedor conjunto con un patio central. En él  se reúnen los hombres en sus tiempos libres y las mujeres pasan las tardes de tertulia en sus sillas mecedoras huyendo del calor sofocante de sus cocinas. Este patio de tierra, donde corretean las gallinas y los niños, no es como el patio de mi casa en Medellín, este patio tiene un muelle lleno de lanchas de muchos colores. Es fascinante.

 

Una matrona nos indica que los hombres nos esperaron un rato, pero debido a nuestro retraso de 15 minutos se marcharon a pescar. ¡Vayan en la lancha! Nos dice confiando en nuestras habilidades como navegantes. Yo dudo. Mis compañeros se miran y por un momento pensamos en regresar y perder este día de grabación, luego recordamos la premura de nuestra agenda y nos damos cuenta que hay que empezar la grabación hoy mismo.

 

- ¿Dónde están los chalecos?, pregunto. La mujer me responde con una simpática carcajada.

Al ir y subiendo uno a uno a la lancha -somos tres- aterrados nos damos cuenta de que esta pequeña embarcación es sumamente inestable y que además le entra agua por todos lados. Me pregunto qué tan profundo será este brazo del río, si habrá babillas asesinas como en Guarinó, y si mi técnica de nado libre en piscinas olímpicas me serviría de algo en caso de un naufragio. Siempre hay tiempo para una selfie y mucho más si puede ser la última. Mientras tanto, decenas de zancudos se dan un banquete con nuestra sangre. El compañero que mejor rema lo hace sin demoras para que lleguemos a la isla de los pescadores antes de que la lancha se llene de agua. Después de unos minutos eternos en esa lanchita de terror llegamos a una isla que se inunda cada invierno y por lo tanto parece más un pantano que una playa.

 

Después de caminar unos cien metros entre maleza, fango y espesa vegetación salimos a una playa árida, tan hermosa como inmensa. Muy lejos vemos las lanchas y a los hombres que viven de la pesca artesanal. Los caballos beben agua del río y el sol inclemente empieza a quemarnos. En esta playa no hay árboles para cubrirse de los rayos solares y por eso los pescadores hacen unas pequeñas chozas donde comen, duermen, conversan y esperan su turno para ir a pescar. Allí nos reciben con la habitual hospitalidad de la gente rural.

 

El calor se acerca a los 40 grados centígrados y los visitantes sudamos a borbotones mientras conversamos con los pescadores. De algún lugar sacan una gaseosa helada y la comparten con nosotros ¡Es una bendición! Yo les ayudo a servir mientras me gano su confianza para que me cuenten los secretos más profundos del río, de la pesca y de sus vidas. Es así como don Gustavo, un pescador bonachón de 76 años, nos pregunta entre bromas por qué solo fuimos hombres y no les llevamos universitarias para deleitar la vista. El hombre cuenta con un humor inteligente y sabroso, enriquecido por la sabiduría que le da su edad.

 

En la choza estamos con don Gustavo, otro hombre de mediana edad y su hijo adolescente, y un pescador que nos cuenta historias de su paso por las costas venezolanas. Los siete reímos a carcajadas de las anécdotas que les ha regalado el río grande, algunas de las cuales nos piden no difundir por temor a sus mujeres y a la gente mala.

 

La tradición oral de los pescadores del Magdalena es rica en leyendas sobre brujas y personajes míticos como el Mohán, además celebran la fiesta de la Virgen del Carmen cada año con bastante devoción. No obstante, nos damos cuenta que en el fondo ellos no creen en mitos ni en brujas, creen en lo que pueden ver y palpar y nos confiesan que los pescadores – por lo menos ellos cuatro - están lejos de lo divino y solo le piden a Dios cuando se ven en peligro.

 

Sus faenas empiezan a las seis de la tarde y terminan a las seis de la mañana, pero por esta época también pescan en la tarde, de tres a cinco, para aprovechar la subienda. Duermen poco y en intervalos de media a una hora. Son ordenados y pacíficos, cada lancha tiene un turno para pescar por media hora, luego lo hace la siguiente y así se van prestando el río por espacios de 30 minutos toda la noche. Nunca se pelean esos tiempos, aunque no hay nada escrito, el respeto por el otro es sagrado.

 

Llega el turno de don Gustavo y de sus tres compañeros de subir a su lancha e ir en busca de los peces que les darán el sustento del día. Le ponemos el micrófono de solapa y le pedimos que nos olvide por un momento y que haga su trabajo cotidiano sin importar nuestra presencia. Escuchar las charlas de los pescadores y la forma en que se tratan unos a otros es un espectáculo. Mi compañero el camarógrafo, sube a la lancha con ellos a grabar. Los otros dos contemplamos el ritual de la pesca artesanal desde la playa. Lanzan la chinchorra - una red gigantesca que es maniobrada entre los cuatro -  y empieza el desplazamiento por un largo tramo en el que quizá muchos peces quedarán atrapados en la red.

 

Corremos a esperarlos unos 200 metros más abajo del río para ver cuántos peces sacaron. Todos bajan de la lancha, menos uno, quien recoge la chinchorra para el siguiente lance. ¡Mala suerte! Solo sale un pequeño pez al que llaman Cucho. Yo pienso que lo devolverán al río por su tamaño, pero no, uno de los pescadores se lo mete en un bolsillo como si se tratara de un artefacto doméstico. Ninguno pierde el ánimo ni la actitud agradable a pesar de no haber pescado mojarras ni bocachicos.

 

Es así como van de nuevo a la choza a esperar un nuevo turno para hacer un lance, mientras hacen bromas sobre los congresistas de la república. Don Gustavo olvida que tiene el micrófono, yo lo escucho todo. Nosotros nos despedimos, este solo fue el primer día de grabación. Pronto volveremos a Puerto Salgar a pasar la noche en la playa con los pescadores a la luz de una fogata y unos aguardientes. Ahora el reto es salir de la isla en aquella lancha del terror sin terminar ahogados en las aguas del Magdalena flotando lívidos hasta el mar Caribe. 

Niño pescador lanzando la atarraya. Foto: Andrés Rodríguez

03 de agosto 2014

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